jueves, abril 12, 2007

Fin del Camino

Me acuerdo de nuestros tropiezos al compás de la música, los ojos completamente vendados y tomados de las manos. La música era suave, nuestros dedos se aferraban unos a otros intensamente y nuestras risas marcaban el compás. Así “Guerras Perdidas” se convirtió en nuestra canción, con un baile dulce y torpe, en un cuarto pequeño con nuestros nombres escritos en las paredes, y con mi madre como testigo imprevisto. Aún era invierno, pues siempre que caminábamos por algún lado en la noche la apachurraba desesperadamente buscando su calor. Sus ojos tenían el poder de desaparecer el mundo mientras los miraba y sus manos frías siempre buscaban las mías para recordarme que no estaba soñando. Su piel se hacía más blanca bajo la luna y, al mirar el mar abrazando su cintura, sentía, que si ella lo pidiera podríamos volar. Le gustaban mucho los jeans y sus polos verdes la hacían verse realmente hermosa, sus cabellos negros azulados jugueteaban con el viento mientras yo trataba de capturar su olor con mis labios y la melodía de su voz consumía todos mis sentidos. Cuando cerrábamos los ojos nacían los besos, mis dedos escalaban sus mejillas y mis pies buscaban los suyos como la brújula busca el norte. Fue en una de esas noches de invierno que, al sentir su piel, supe que todo había cambiado. Su cabello parecía haberse secado, como si sus tiempos gloriosos fueran cosa de un pasado lejano. Sus ojos ya no eran las puertas hacia el cielo, y su intensidad parecía solo haberse esfumado. Sus manos ya no buscaban las mías y sus labios eran una flor marchitada. Ya no sonreía y sus mejillas morían de pena. No pude hablarle ni pude sostener su mirada, resignada separó mis manos de las suyas y me dio la espalda. De sus ojos salían algunas lágrimas que se transformaban en cristales, y al llegar al suelo se rompían en trocitos. Arrepentido quise abrazarla, pero ella se alejo más.

Ya no soy yo, Helí – me dijo sin convicción, destrozada.

Miraba al mar con sus ojos llenos de odio, mientras cerraba los puños fuertemente. Podía escucharla murmurar, maldecir al mar, culparlo por su desgracia, reclamarle. Entonces lo entendí todo. Entendí el porque de su odio. Entendí porqué de un día a otro se había marchitado. Entendí que estaba muerta, y el mar era su asesino. Me acerque lentamente a ella y, aunque se volvió a alejar, pude sostener sus manos una vez más. Quise abrazarla pero sentí que no debía, quise oler sus cabellos pero ya no tenían olor. Comprendí, entonces, porque estaba aún acá. Salían lágrimas de mis ojos mientras me decía a mi mismo que había vuelto para despedirse, que no me podía haber dejado solo sin darme una explicación antes. La noche ya casi terminaba y la luna se retiraba lentamente, sentía que no le quedaba mucho tiempo. Con mis manos abrasé su cintura, la miré a los ojos por última vez y, cerrándolos, posé mis labios sobre los suyos. Entonces todo paso por mi mente en un segundo, su desesperación, sus rezos, su muerte. Había estado nadando en la playa, jugueteando con las olas, pidiéndole al mar que impregnara un poco de su olor en su piel, para que así yo enloqueciera por siquiera poder rozarla con mis dedos. Se bañaba mientras soñaba con la velada maravillosa que habíamos planeado: los dos sentados sobre la orilla, con una manta como mesa, dos velas, vino, la lasaña que tanto nos gustaba, y el viento refrescándonos. Fue ahí, mientras imaginaba el sabor del vino, donde sintió que una ola le arrebataba ese sueño violentamente. No pudo defenderse, una ola siguió a otra, y cuando por fin sintió que las aguas se calmaban, y pudo abrir los ojos, vio que todo estaba oscuro. No podía mover sus brazos ni piernas, el dolor que le invadía era insoportable, la oscuridad era aterradora y sentía como la vida se le iba yendo de a pocos. Supo que iba a morir y se entristeció un poco. No lamentaba nada de su vida, había sentido la amistad y el odio, el amor y la soledad, el peligro y la calma: había vivido intensamente. Solo lamentó no poder despedirse y, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, rezó por la oportunidad de decir adiós. Poco a poco fui abriendo los ojos y noté que mis labios estaban húmedos, y mis manos mojadas de agua salada. De ella ahora solo quedaba el recuerdo de un beso. Saqué los dos anillos que había guardado en mi bolsillo, uno me lo puse y el otro lo tiré al mar. Caminé por la orilla, que parecía no tener fin, hasta que mis pies flaquearon y entonces, sin poder resistir más, me tiré a llorar sobre la arena. Mientras mis lagrimabas caían, recordé que ella había plasmado este lugar en un cuadro. Estaba, igual que en aquel cuadro, ese árbol grande repleto de las manzanas que tanto le gustaban, el bote, en dónde escaparíamos del mundo, con velas verdes, y sólo se veía la mitad de la luna. Todo era tan exacto que emocionado grité: !Es un sueño! Me levante una vez más, seque mis ojos y, con el corazón en la mano, comencé a caminar de nuevo. Mientras caminaba este sendero sin fin, pensaba que a penas la viera le diría te amo y la llenaría de besos, que jugaría con sus cabellos como un niño inocente y que tendría que comprar otro par de anillos. El camino parecía no tener fin, pero eso no importaba. Yo sentía que llegaría a encontrarla, aunque me pareció raro que no estuviera, pues en aquel cuadro ella estaba a mi lado, y ahora su persona parecía haber sido borrada por un simple trazo de un pincel.

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