lunes, febrero 04, 2013

Yo no sé mucho de fútbol y pasé casi toda mi vida alejado de ello (salvo por las épocas de la niñez, que peloteábamos en medio de la pista con la gente del barrio, con dos piedras equidistantes una de la otra como ‘arco’). De ello aún conservo recuerdos en formas de heridas, una marca como un estigma en mi rodilla derecha que siempre me recordará a cierta noche donde me saqué la mismísima mierda por culpa de un foul. Nunca fui realmente bueno en la cancha, nunca me apasionó demasiado y por eso en la adolescencia lo dejé de lado y me dediqué a un deporte que me llamaba más la atención en esos momentos: el basketball. Sin embargo, con el pasar de los años, la literatura y la música, la cerveza y los amigos, fui reencontrándome con esa pasión que por mucho tiempo había estado ausente de mí. No sé por qué, pero un día de pronto me vi viendo los partidos de la selección y gritando sus goles y sufriendo sus derrotas. Por eso, y porque soy un idealista en el fondo (y al mismo tiempo fatalista, si uno se pone a pensarlo bien ambas cosas va de la mano, hay una relación sumamente estrecha de la cual una no es sin la otra), sigo viendo los partidos, sigo pidiendo mi cerveza y aún así lo que venga sea solo derrotas, seguiré creyendo. ¿Por qué? Porque al final de cuentas encuentro que lo más parecido a nuestra sociedad es el fútbol peruano. Y si tengo la convicción y la fe de que algún día nuestro país será mucho mejor y será, finalmente, un país de todos y para todos (para lo cual tenemos que poner siquiera nuestro granito de arena); entonces también puedo creer, y estoy obligado a hacerlo, que algún día el fútbol peruano como antes, como en esas épocas de oro que nos relataban y a algunos aún lo siguen haciendo, nuestros viejos o abuelos, volverá a darnos alegrías.

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