miércoles, julio 30, 2008

El Nombre

Ernesto sentía que el humo de los carros lo asfixiaba cada día un poco más. Lima, desde que tenía memoria, siempre había sido una ciudad sucia y desordenada. Siempre desde la seis de la tarde en adelante se podía ver gente amontonada como borregos en los paraderos del autobús y también dentro de el. El cambio de luz de verde a rojo, o viceversa, parecía prolongarse eternamente y el ruido estridente del motor se combinaba con la música reciclada de la radio para transformar el tiempo que demoraba el trayecto en los minutos más insoportables del día. Solo cuando caminaba por Miraflores, por esos largos caminos que desembocan en un parque y luego otro, sucesivamente, y que parecieran estar pegados al mar o sobre él, solo ahí, podía sentir esa calma que uno siente cuando en el campo llega la noche y todo se apaga menos las estrellas, que siempre brillan como si fuesen un leve, aunque fugaz, consuelo. Amaba el silencio, pero vivía en una ciudad donde el ruido lo atropellaba en cada esquina. Por eso se decía, mientras tomaba un vaso de whyski, sentado en la mesita de noche que se encontraba frente a la cama de su cuarto, que no había mejor refugio que beber y sentir que en realidad el mundo y lo que había en el eran cosas superficiales y triviales. Era mejor tomarse unos cuantos vasos y sentir cómo las ventanas iban adquiriendo distintos colores y cómo en las paredes iban naciendo grietas que eran una especie de caminos hacia otros lados, otras realidades. En esos planos desconocidos para el hombre, habían mundos donde el ruido era inexistente, las calles y los carros no se encontraban atestados de suciedad y desorden, y tampoco se veían niños o ancianos estirando su mano flácida y tuberculosa mientras esperaban que del corazón humano brotara una gota de compasión que les permita calmar la acidez que les iba devorando las entrañas. En esos mundos Dios no se había olvidado de su creación o los había abandonado a su suerte. Ahí las personas siempre sonreían, con aquellos ojos brillantes de aquel que ve un futuro satisfactorio. Ahí no dolía la suela de los zapatos, ni se iba con la media mojada producto de no tener un techo donde abrigarse y tener que someterse a las garras de una humedad feroz. Entrar en esas grietas, sumergirse hasta lo más hondo, era la única alternativa posible para escapar y siempre que podía lo hacía aunque solo fuese por algunas horas. Pero esta vez algo lo había cambiado todo. Cuando Ernesto se había dispuesto a entrar en uno de los agujeros lo detuvo la sombra que poco a poco iba emergiendo de uno de ellos, y cuando por fin pudo ver al ser completo le fue imposible disimular la expresión de asombro que se dibujó en su rostro. Frente a él había aparecido un ser de una belleza clara y distinta, en cuyos ojos no se podía percibir ni el más mínimo asomo de duda o de piedad. Ernesto no tuvo que preguntarle a qué venía, pues en muchas pesadillas ya había imaginado situaciones parecidas. En los viajes que había hecho hacia esos otros lados algunos de esos seres le habían contado que no era el primero en cruzar las grietas, pero que cada uno de los que habían llegado, después de un tiempo, no habían vuelto a ser vistos. Y ahora ya estaba ahí aquel que le prohibiría volver a cruzar las grietas y lo condenaría a soportar el mundo donde vivía hasta el fin de los días. Aunque no había dicho palabra alguna su mirada bastaba para saber que estaba siendo juzgado por haber traspasado los límites prohibidos al ser humano. En su figura, porque difícilmente se podía le podía llamar cuerpo a lo que lo conformaba, se podía adivinar su omnipotencia, su poder infinito y devastador. En realidad más fácil hubiese sido ver caer una lluvia de meteoritos sobre Lima y tener la certeza, así, de que todo acabaría definitivamente. Sintió que lágrimas querían nacer de sus ojos, pero las retuvo porque supo que era absurdo. Ya nada quedaba por hacer, su interior colapsaba catastróficamente mientras el cielo que se erigía sobre él seguía tan claro y con el sol altivo. Toda posibilidad de escape y de felicidad efímera, toda puerta posible, iba a ser cerrada para siempre. Su cuerpo temblaba drásticamente y nada pudo decir, ni hacer, cuando vio que aquel ser se iba sumergiendo de nuevo en la grieta de la que había salido. Solo pudo pensar una palabra, que en realidad se le apareció como una imagen impuesta frente a sus ojos. Desesperadamente tomó un papel y trató de escribirla, pero supo que era en vano. Era un nombre que no podía ser pronunciado y menos aún escrito. Entendió, con tristeza, que el mundo donde él vivía no era más que una letra de ese nombre, la más desgraciada de todas, y que en adelante no podría volver a cruzar más esas grietas que lo llevaban hacia esos mundos que él tanto anhelaba.

1 comentario:

mandarina. dijo...

(*no)tener lugar.