jueves, noviembre 27, 2008

Cuento

Y morirme contigo si me matas
- Joaquín Sabina






Y es que esperarte, en medio de un parque, mientras escribía en mi libreta algún poema absurdo, era casi una costumbre, un ritual necesario para poder ver llegar tu presencia, tu larga sombra que era un cielo oscuro, tan hermoso, tan enigmático y lleno de estrellas. Los días contigo eran extraños, era como hacer viajes sobre un bote en medio del mar, surcando los distintos vientos que nos tocaban, soportando la bravura de las aguas que tenían un parecido tan similar a tus piernas cuando estaban ansiosas de placer, ansiosas de que mis dientes las mordieran suavemente y que mis dedos se convirtieran en cinco niños traviesos que pasearan por ese par de colinas que nacían debajo de tu cuello y que eran esponjosas y tibias. Y digo extraños porque andar contigo era la mayor parte del tiempo insoportable, pero te quería, como se llegan a querer esas cosas que te podrían volver loco (por ejemplo una madre menopausica) pero por un no se qué inexplicable se vuelven dulces y necesarias. Por eso cuando íbamos, por ejemplo, por esas largas calles apagadas que tiene el centro de Lima, era tan natural verte sumergiéndote entre las sombras de alguna esquina, dejando uno de tus zapatitos verdes al alcance de la luz y moviéndolo de atrás hacia adelante como si fuese una especie de invitación seductora. Entonces me era imposible no sumergirme contigo, no entregarme a ese sabor amargo y dulce que tenían tus labios. Yo sucumbía ante ti, a tu falda ligera, a esa sensación de ya no saber cual eran mis manos ni cual era yo y cual eras tú. Después salíamos y prendíamos un par de cigarrillos, reanudábamos el paso mientras tú me preguntabas porqué no podíamos conseguir un par de granadas y destruir nuestras casas para así no tener un lugar a dónde llegar y vernos siempre obligados a pasar la noche en un hotelucho barato, enredados entre sábanas sucias que seguro tendrían una semana sin ser lavadas, pero que aún conservaban ese olor a amor de otros seres parecidos a nosotros que también andarían con la billetera vacía y un par de agujeros en sus pechos que no se pueden llegar a llenar ni con cincuenta barriles del licor más asesino. Éramos un par de lisiados que se habían encontrado por accidente y habían decidido tratar de soportarse el uno al otro en aras de un talvez poco a poco tu puedas ir llenando este vacío que nos va jodiendo cada vez más. Y así yo te quería cada día un poquito más, un poquito más te adoraba a pesar de que al principio había pensado que con este gran agujero negro atravesándome el pecho eso era imposible. Pero el problema era que para ti yo seguía siendo solo un bastoncito en el cual apoyarse, un analgésico que debías frotar contra tu cuerpo cada noche para poder aliviar el dolor. Por eso es que yo te hablaba de filosofía, de la metafísica, las reglas de este mundo, y la importancia de habernos encontrado de una manera casual que en realidad era lo menos casual del mundo. Por eso es que te decía nombres y nombres de autoridades famosas en el tema y tu no escuchabas nada y te ponías a tararear alguna canción en ingles que yo no conocía (pero que sospechaba que hablaba sobre una relación trágica y desafortunada), y entonces me hacías entender que nada de lo que me enseñaban en la universidad ni lo que leía en los libros servían de algo mientras caminaba a tu lado, que en realidad el mundo podía irse al carajo en cualquier momento y tu seguirías tan tranquila, andando con esos pasos irregulares que solo tu dabas. Evocar tu nombre, dibujar tu silueta, poner tu sexo en mi boca temblorosa, ingenua, e imaginar que es como morir y nacer consecutivamente cien veces por segundo, así era cada noche contigo. Me aferraba a tu piel como si fuese lo único a lo cual podría sostenerme, con ese miedo a que sino lo hacía podría terminar cayendo en un abismo inmenso del cual no había forma de que tu ni nadie pudiese salvarme. Por eso siempre andábamos, por eso siempre andábamos, cubiertos de licor y cubiertos también de esta suciedad que con solo andar por sus calles Lima te contagia. Siempre intentando quererte un poquito menos, tratando de hacer, con los trapos que encontrábamos tirados y los pequeños trozos de sábanas que robábamos, un vestido que te reflejara a ti sumergida en la noche y las avenidas de esta ciudad. A eso de las cinco de la mañana, cuando el sol aún alumbraba tímidamente el asfalto y los techos de las casas vecinas, tú te ibas sin darme algún beso de despedida, alguna palabra o algún gesto que me hiciera percatarme de tu huída, y entonces el día comenzaba de nuevo, y después de asearme un poco y mirarme al espejo y decirme que mi cabello revoltoso era el mejor resumen de nuestra historia, salía hacia el mismo parque donde siempre nos encontrábamos, sacaba mi libreta y me ponía a escribir poemas totalmente absurdos que pensaba algún día podrías quizás llegar a leer, aunque después lo más probable era que los usaras para hacer una pequeña fogata frente a una casa cualquiera, mientras bailabas alrededor del fuego y cantabas canciones extrañas y me decías que no se te hubiese ocurrido imaginar que yo escribía cosas tan tontas.




pd: esto no tiene título, es algo que en teoría ira en algo mas grande n_n

5 comentarios:

Nadies dijo...

:)

al final cómo dice eso o como se supone que dice eso wahh que real broder, qué real...

Cesar Antonio Chumbiauca dijo...

Creo que a nadie le agrada leer relatos largos en un blog; sin embargo esta vez a mí si me agradó.

Laura Rosales dijo...

no seas maloooooooo T_T

[_kara_] dijo...

ESTO ES LO QUE LEISTEEEE AYEEER y casi muerooooooooooooooo

x_x lo mejor de los últimos tragos en el parque oh yeah!!!

Anónimo dijo...

Helí,


Ni siquiera imaginas lo que cada palabra leída provoca.

Te mando un abrazo gigantezco desde acá.

DulC