lunes, octubre 04, 2010

Breve crónica de un día de elecciones municipales

Definitivamente, el día de cumplir el deber cívico de ir a votar el panorama limeño se agita. Es algo peculiar, pero así es, aunque la mayoría de cosas, en realidad, sigue en la normalidad como, por ejemplo, a pesar de ser domingo muchas personas deben dirigirse al centro de labores a rendir un día más de trabajo. Sin embargo, desde alrededor de las nueve de la mañana, ya puede ir sintiéndose el acoplo de multitudes pequeñas que van creciendo y creciendo, hasta que en la puerta de algunos colegios se comienzan a ver colas enormes que parecen las patitas de un cien pies gigante. Esta vez el sol no ha salido, contra todo pronóstico del señor o la señorita del clima. Yo me encuentro frente al colegio Antenor Orrego, ubicado en el populoso distrito de San Juan de Lurigancho. Tenemos una mesita en la entrada de un restaurante, donde con distintas personas, entre ellos mi madre, hemos instalado, por decirlo así, una pequeña base donde vamos recibiendo personeros para el partido político que apoyamos. No voy a mencionar qué partido es porque no tiene sentido y porque varios ya deben sospecharlo. La cuestión es que a lado nuestro también se puede divisar la pequeña base del principal enemigo que hace exactamente lo mismo que nosotros. Entre cada miembro de cada bando cruzan miradas filosas, yo nunca había sido testigo de proyectiles invisibles, hasta ayer que las miradas de unos y de otros parecían mágnum de alto calibre camufladas en el viento. Pasaban las horas, a nuestra mesa llegaban pocas personas, generalmente gentes del partido que venían a preguntar cuántos personeros más necesitábamos para completar las mesas: nos faltaban dedos para poder expresar cuántos. En tierras enemigas, a diferencia nuestra, esto no era preocupación, tenían a lado suyo un cañito al que giraban la llave y comenzaba a chorrear una cantidad increíble de billetes verdes con lo que se aseguraban de tener cada vez más adeptos a su causa. Esto, obviamente, a los guerreros de nuestra tribu les molestaba y se comenzaban a escuchar repudios, frases como “convicción compañeros”, o se comenzaban a atender a los heridos que habían sido gravemente lastimados por el relucir de la moneda de oro. En nuestra tierra las cosas faltaban, no solamente personeros, también manos porque una persona debía hacer el trabajo de cuatro, pero felizmente lo que sobraba eran corazones. El tiempo pasó más y en un momento llegó uno de los candidatos municipales al distrito, alcalde en ese momento y miembro de la tribu enemiga, que se abrió paso de entrada entre abucheos y verduras voladoras, y que tuvo que retirarse de la misma manera. Después de esto llegó la hora del almuerzo y los estómagos comenzaron a sonar como trompetas desafinadas, esperábamos que viniera el pan prometido, pero los minutos pasaban y la ausencia en el vientre era notable. Sin embargo, nadie declinaba ni reducía el ritmo, el ir y venir seguía constante, la búsqueda de más corazones jamás se detenía. Al costado nuestro, la tribu enemiga que no sabía cazar, ni sembrar, o siquiera pastar, había recibido un jugoso pollo a la brasa marca Norky’s con su gaseosa inca cola que ahora ya no es peruana, pero que seguía siendo sumamente deliciosa. El aroma, como una terrible provocación panfletaria, traspasaba nuestras murallas de mármol puro, como un fantasma que venía a jalarnos los pies. Eso no era una mágnum disparándonos, era una ametralladora, o miles de flechas incandescentes que cubrían el sol y nos sumergían en una noche abrumadora. A pesar de eso, nuestros guerreros levantaban sus escudos, y a la par de un grito estruendoso de coraje, resistíamos el ataque carnicero. Pero, inevitablemente, ya faltaba poco para que se comenzara con el escrutinio en las mesas de votación y, con algo de resignación, pero sin perder la gallardía, cada uno fue dirigiéndose a sus respectivas mesas para cumplir su labor de personero. Las tripas de las tropas sonaban, era verdad, pero para comer ya habría tiempo luego, cuando la guerra hubiese terminado. Felizmente, a unos diez minutos que todos hubiesen ingresado, llegó el pan bíblico prometido y los tres gatos que estábamos afuera, contándome, nos enfrascamos en la labor de surcar el campo de batalla, esquivando proyectiles, dardos y flechas, para hacerles llegar a cada uno el símbolo de la esperanza. Ahí está, compañeros, les dijimos, no rompan las formaciones de batalla y con tranquilidad sacien sus vientres. No recuerdo bien cuántas idas y venido tuvimos que dar arriesgándonos a caer abatidos en algún momento en esa tierra de nadie, pero al cabo de un buen rato, y con nuestros cuerpos ya agotados, vimos que habíamos tenido éxito en nuestra empresa y nos sentimos regocijados. Sin embargo, esto no significó que tuviésemos tiempo para un descanso, al instante tuvimos que adentrarnos en el colegio una vez más para tomar nuestras posiciones en la batalla. Adentro, todo era más sosegado, teníamos pequeñas sillitas donde podíamos sentarnos a descansar mientras los negociadores neutrales hacían el papeleo respectivo. La idea de esta gran última batalla, que definiría el curso de la guerra, era que fuese transparente y por eso cada bando tenía un guerrero en cada mesa que representaba su tribu y se aseguraba de que no hubiese fraude. No obstante, nuestra tribu, a pesar de ser numerosa, contaba con pocos guerreros y por cada dos mesas, y hasta cuatro en algunos lugares, solo teníamos un guerrero para defenderla. Pero esto no nos abatía, a nuestra tribu la hacía crecer los retos, las dificultades, el no tener un cañito por donde chorreara oro verde. La batalla comenzó y duró alrededor de cuatro o cinco horas, en algunos lugares fue una lucha más bien pacífica, en otros fue ardua y hubo muchos heridos. Al final, cuando un gran cuerno sonó y anunció que la batalla había terminado, salimos a reencontrarnos al medio del gran campo de batalla, esta vez sin tener miedo a los ataques enemigos mientras nos encontráramos en terreno neutral. Ya todo había acabado, pero aún debíamos esperar por las actas sagradas que todo guerrero debía traer como prueba de la ardua lucha que había llevado y por la cual sería conmemorado. Eran ya las once de la noche, de un día que había comenzado a las siete de la mañana, formando un último pequeño batallón de los guerreros más fuertes, las actas sagradas les fueron confiadas para que fueran llevadas hasta la tierra natal sin que sufriera algún percance en el trayecto pues, y seguro ustedes deben saberlo, siempre quedan camuflados los zorros y las hienas, dispuestos a arrebatar los trofeos que con sudor se ha conseguido. Una vez organizada esta última medida, cada uno era libre de volver a sus distintas viviendas, a reencontrarse con la familia. El resultado de quién había sido el ganador sería voceado los días siguiente, eso era importante, sí, pero en realidad no tanto como los enemigos pensaban, nuestra mayor victoria estaba en seguir constatando que aún en este hermoso país, seguía existiendo una raza de guerreros indómitos que sacrificaban sus vidas por un ideal que muchos días parecía demasiado utópico.

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