miércoles, diciembre 01, 2010

ahí estaba la bella, la durmiente,
esa bella que dormía (hermosísima bella durmiente),
de la que hablaba Gabo en uno de sus cuentos,
pero él la vio en un avión,
creo que iba a Madrid, o a otro lugar lejano de estas tierras
latinoamericanas,
yo la vi ayer, en un carro de esos que hay en lima,
una custer que más que avanzar parecía arrastrarse,
viejo por todos lados, sucio, oxidado:
era hora complicada, diez de la noche, tú sabes de lo que hablo,
esta ciudad a esas horas es tráfico terrible,
personas amontonadas como borregos, esas cosas;
yo subí porque no quedaba otra,
y entonces con el primer paso arriba ahí estaba, la bella,
sospeché que dormía hasta ese momento,
porque me miró con ojos somñolientos y una fugaz sonrisa (que podría haberse vuelto eterna, como un embrujo, pero no lo permití),
y después otra vez el cerrar de ojos, la respiración más notoria: el sueño;
la bella se durmió y yo a su lado,
no podía, ni tampoco quería, quitarle mis ojos de encima,
dos ojos que la rodeaban como dos leones a una presa,
dos leones que, sin embargo, sólo la observaban,
algo ahí había, una pared invisible y divina,
una mano sobrenatural que impedía cualquier acercamiento;
así que yo, nada más que verla con mis dos ojos que se cerraban del cansancio,
miraba primero su amplia frente: su piel era como la arena del mar,
sumamente limpia y perfumada, colosa guardiana del secreto del tiempo;
después, era su nariz que parecía un ave extinta, una hermosa ave que solo aparece en los sueños cuando uno está próximo a despertarse;
finalmente, sus mejillas, frondosas, como la sombra de un árbol después de un desierto inacabable,
y cayendo, dejándose arrastrar por ese precipicio, sus labios rojos,
como una manzana extraña,
labios déspotas, adoradores de la sangre, inmortales vampiros sedientos, crueles, hermosos.

no sé si la bella habrá despertado luego, llegó la hora de mi paradero y tuve que apartarme, dejarle mi espacio a otro desesperado, intrigado, seducido por su inabarcable presencia. mis dos pies tocaron tierra, la vieja custer se internó en la noche fácilmente, en esa boca de lobo que no muerde. llegué a mi casa y no comí nada, fui directo hacia mi cuarto, sabía bien que quería hacer: me quité las ropas que llevaba encima y me sumergí entre frazadas y sábanas. en ese momento, aún tenía la esperanza de volverla a ver si concidíamos en algún sueño lejano.

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