lunes, mayo 02, 2011

fragmento de algo más largo

IV




A mí me gusta la noche estrellada de Van Gogh. Me gusta porque es azul y circular, porque el cielo pareciera no ser más que la continuación de la ciudad. Me gustan las estrellas. Esas que parecen de pronto haber explotado, un splash en ese techo amplio, y escurrir colores hermosos. A ella también le gustaba la misma noche. Ella, se llamaba Estrella. Un día le enseñé el cuadro que había comprado en una tienda, una reproducción simple pero fiel, algo pequeña. Ella lo vio y se entusiasmó enormemente. Me dijo: “Yo haré otra noche estrellada, la tuya”. Ella pintó otra noche y me la regaló entera. Era una noche estrellada, sí, pero una noche distinta: en su noche la noche de arriba no era la continuación de la ciudad, sino de un mar que iba invadiendo una pequeña ciudad. Un mar furioso que amenazaba con sobrepasar los límites naturales y volver a sus habitantes botecitos a la deriva, náufragos, ahogados. Y era como la noche reflejada en un espejo raro, que lo distorsionaba todo. En la de Van Gogh el árbol estaba a la izquierda y la iglesia a su derecha. En la de ella, al revés: el árbol se encontraba a la derecha y la pequeña iglesia a la izquierda de este. En la noche de Van Gogh reinaba una calma soberana, plena, silenciosa. La de ella era una noche tormentosa, apocalíptica, encerrada en la belleza de la fatalidad. Una ciudad atrapada, sin salida. Mi noche era como yo la había soñado, parte de mis ojos, la ciudad donde despertaba todas las noches a buscarla a ella. La ciudad que ella erigió para que nos encontráramos. Yo que siempre le hablé de mi amor por el mar, por los puertos, por el viento y el amor al aroma del salitre. Mi amor a la ciudad ensombrecida. Por las calles de aquella ciudad caminábamos. En su catedral nos sentábamos, sobre las gradas empolvadas. Mientras arriba las últimas estrellas explosionaban como pequeños big bang’s para crear más galaxias y más formas de vida. Nosotros, éramos testigos de cómo se formaba la vida. Únicos testigos. Eran como grandes destellos en una noche de año nuevo, fuegos artificiales asombrosos, pájaros que estallaban de panza en miles de colores luminosos. Y la noche jamás acababa. Era infinita. La noche se extendía sobre el tiempo, como una sábana lo cubría y lo acariciaba. El tiempo, como un niño pequeño, sonreía y se dejaba acariciar. Mi noche, también se extendía sobre el espacio. Esta ciudad era todas las ciudades. Esta ciudad, era Lima. Esta ciudad, no era Lima. Esta ciudad era mi corazón. En aquella ciudad guardaba mi corazón. En aquella ciudad latía un corazón. Aullaba un corazón. Aullaba el amor, en aquella ciudad. Y aquella ciudad, inevitablemente, también era una estrella más. Algún día, de panza, explotaría y derramaría miles de colores. Sucedió un día. Y mi corazón se ahogó al medio de una nebulosa de colores. Nunca aprendió a nadar. Se dejó morir, dócilmente, como las hojas de un árbol cuando llega el otoño.

5 comentarios:

rickybollinger dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
rickybollinger dijo...

nice post thanks for sharing.


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Cucho dijo...

Ud. cada dia escribe mejor, una prosa muy descriptiva, romantica y sutil, dan ganas de convertirse en un personaje de su cuentos, y vivir en esa atmosfera embarullada, caotica, urbana.

Chuchuik dijo...

conoces al que ofrece products para ser un tigre en la cama?

rickybollinger dijo...

i love this nice post.


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