martes, octubre 26, 2010

Esto es poesía

Sucede que me acerqué como quien no quiere a dos personas que hablaban sobre poesía en una banca de cierta plaza, la noche caía, sin embargo los faros obsequiaban luz suficiente para una sana lectura. Dos tipos de lo más común, de esos que se ven a la hora de almuerzo saliendo de enormes edificios, camisa blanquísima, impoluta, corbata negra, roja, azul, pantalón de vestir, saco negro elegantísimo, relojes dorados como pequeños soles individuales. Llevaban enormes libros encima, uno decía mira, lee este poema, página doscientos treinta y cuatro, poema de quince estrofas, ciento veinte versos, figuras interesantes. El que leía hacía gestos de asombro, ojitos concentradísimos en cada línea derramada sobre el papel, y después, buenísimo hombre, qué poema, un conocimiento increíble. Ahora este le pasaba su libro al otro, página trescientos siete, poema de diez estrofas, ochenta y cuatro versos, post vanguardismo neto. El tipo leía con gran asombro, con su dedo seguía un camino vertical invisible que descendía hacia algún lado, acaso hacia el verso final del poema. Ya terminado, sorprendente hombre, dónde se consigue el libro, qué librería, ¿mandado del extranjero? tenía que ser, estas cosas no se consiguen acá, yo también haré mi pedido. Se levantan y sin algún ritual más que un estrecharse fríamente las manos, se van por distintos caminos, este y oeste, o acaso norte y sur, quién sabe. Yo me siento en la banca que habían ocupado para fumar un cigarrillo, mis ojos viajan de aquí para allá, como pájaros que van y vienen indecisos, juguetones, sin pretender nada más que el desplazamiento azaroso, hasta que de pronto vislumbro la ventana de un pequeño departamento y dentro del departamento una hermosa mujer desnuda. La mujer, de cabellos de una negrura acentuada, danza con algún acompañante invisible, quizás algún vals, o también un jazz, o un tango, podía ser una cosa o la otra. La mujer en cierto momento se da cuenta de mi presencia, de mis ojos que la observan y me sonríe, luego con ambas manos me invita a ir, aunque más que invitación es una orden, un arrastre inevitable. Llego al segundo piso y toco la puerta con rubor y timidez, el picaporte suena, la puerta se desliza sin el menor ruido, al frente se dibuja esa desnudez apremiante de caricias y amor de alacena, una desnudez surcada por signos que ahora recién se me revelan, signos que por la distancia anterior no podían ser visibles por la suave sombra que les caía encima.

- ¿Quieres leer un poema? – me pregunta, sin dejar de bailar con su acompañante invisible.
- Claro – le respondo, aún tímido, aún turbado por la concatenación de hechos que no venía venir (que es acaso como se dan las cosas más importantes).

Entonces me acerco y ya no leo la poesía con los ojos, la poesía, la verdadera poesía, se lee con las manos, los versos que están escritos sobre los senos de aquella mujer que bailaba sola, se toca cada letra, se huele cada estrofa, se escucha cada silencio, cada coma, punto y coma, hasta llegar al final del último verso, que está en el precipicio de su abdomen, que es en realidad el verdadero comienzo del poema.

- Esto es poesía, muchacho – me dice como quien regala un sabiduría de tiempos inmemoriales, escrita con sangre de animales sobre piedras y cavernas.

Entonces, solo entonces, me dejo absorber por la nebulosa de acontecimientos y me voy olvidando de los libros, de las pequeñas librerías locales, de las grandes librerías europeas donde pides por correo un libro de poesía como quien ve la carta de menús y pide un plato para la cena.

Love me, es lo último que le escucho decir.

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