jueves, junio 02, 2011

Sobre un sueño que tuve, uno de los sueños que más miedo me ha dado

Lucía y la niña


La niña bailaba delante de mí, entre ella y yo había una puerta; sin embargo yo la podía ver bailar, como si no estuviera, con su traje de muñequita, con su cabello rubio y ensortijado, con su carita de porcelana. Me lavaba las manos mientras la observaba con terror, mientras, al mismo tiempo, escuchaba las palabras que venían del otro lado de la puerta: las palabras de Lucía. A ella, Lucía, recién la había conocido esa tarde: su nariz aguileña, su rostro de tez blanca, aquellos ojos verdes de pupilas felinas, sus, probablemente, veintiún años. Ella y la niña, eran lo único real dentro de todo esto. No había argumentos, solamente un sentimiento: una certeza ancestral, lejana en el tiempo, como haber vuelto a recuperar esa cola que la evolución nos arrebató. Pero, en cambio, la niña, era como un signo oscuro, otro más de aquel día, quizás el más terrible por estar encerrado en aquel cuerpo inocente y bello. Y la niña bailaba, y yo seguía lavándome las manos frenéticamente. Lucía, esperaba la respuesta a alguna pregunta que me había hecho pero que yo no había escuchado. Cerré los ojos, ofuscado, desesperado, con los ojos irritados por las lágrimas que querían escapar. Unos segundos después, los abrí: la niña y su danza habían desaparecido. Abrí la puerta, salí, Lucía seguía allí mismo, apoyada contra la pared, sonriente, paciente como un viejo centinela. ¿Hace cuánto la había conocido? Tal vez, no más de una hora. Sin embargo, ella era una de las dos únicas cosas ciertas, lo había comprendido desde que la vi cruzar la puerta del departamento. ¿Por qué? Quién lo sabía. A mí que siempre me habían interesado los por qué, ahora ya no me importaban. Cuando el mundo se viene abajo, hay que aferrarse a algo. Lucía, era mi dónde, mi qué. Antes de sonreírle y decirle que fuéramos hacia la mesa donde nos esperaban, busqué a la niña una vez más con la mirada: no estaba. Nos dirigimos a la sala, los cubiertos y las risas sonaban; incluso sentimos el olor de un delicioso banquete y un añejo vino. Quise creer que todo pasaría, y estuve a punto. No obstante, cuando Manuel comenzó a servir el vino, la niña volvió a aparecer: bailaba detrás de él. Su presencia quería anunciar algo, era evidente. Quería decirme que dos realidades distintas no podían subsistir en un mismo espacio: necesariamente una de ellas, era falsa.

Todo comenzó aquel día con Nadia (aunque decir aquel día, y es mejor aclararlo ya, es impreciso, mi sentido del tiempo se trastocó gravemente y eso lo sé bien ahora). Habíamos quedado para comer, en un restaurante nuevo que ella quería probar. Nos sentamos, ordenamos los platos, las entradas, un vino tinto. Todo era normal esos instantes: sonaba su voz que me conversaba, los cubiertos rasguñando el plato, sus gestos de siempre, comunes, el olor de su aliento, sus labios de amapola. Yo reía porque era una conversación amena. En algún momento, ella me pide disculpas para ir al baño. Yo le asiento, condescendiente, ella siempre será así de inoportuna, me digo. No sé cuántos segundos más pienso esto, ya les hablé de mi sentido trastocado del tiempo. Cuando me percato, no me encuentro en el restaurante, sino unas cuadras más allá. Me sorprendo, me siento aturdido. ¿Cómo había llegado hasta ahí? Emprendo el camino de vuelta con dificultad, algo en mí ya ha cambiado: no puedo pensar claramente, como si un letargo pesado, terrible, me acechara. Sin embargo, llego al restaurante y la encuentro a ella en la puerta. “¿Dónde te metiste?”, me pregunta, intrigada. No digo nada, no tengo una respuesta para eso. Veo sus ojos y me percato que miran alrededor de mi cintura, donde se encuentran mis manos. Bajo la vista y veo que sobre estas sostengo un plato de sopa con una cuchara y un pan dentro. No entiendo nada y cuando la vuelvo a mirar, ella me pregunta, extrañada: “¿Qué haces con eso?”. Otra vez, no sé qué responderle. Lo único que atino a hacer es a entrar al restaurante y dejar el plato en la primera mesa que veo. Al salir, ella me pregunta si pagué la cuenta. Le digo que no, que no lo sabía. Comienzo a caminar hacia alguna dirección y ella me sigue. Avanzamos por las cuadras de la Arequipa sin saber bien hacia dónde vamos.

Avanzábamos sin saber bien hacia dónde íbamos, ambos en silencio, ella un poco detrás de mí, sin ánimos de comentar lo ocurrido anteriormente. Minutos después ella me choca: esa siempre había sido su forma de llamar mi atención. Le sonrío, trato de parecer sereno, sosegado. Mi gesto la anima, y se atreve a continuar la conversación que interrumpió con su inoportuna, y seguramente pequeña, vejiga. Volvemos a sonreír, ella siempre ha tenido esa cualidad de arrancarme fáciles sonrisas. El tiempo se ensancha, las horas parecen durar días, el camino está repleto de personas y carros que entonan el alarido de sus cláxones, pero para nosotros es como si el mundo hubiese desaparecido (y me olvido, también, de lo sucedido en el restaurante). Ella vuelve a interrumpir la magia, esta vez por una llamada urgente que debe hacerle a su madre. La realidad vuelve hacia nosotros, hacia mí, otra vez el ruido de los motores, del calzado apurado, de los celulares y sus variopintas melodías: otra vez esa feria disparatada de ruidos. Cuando me percato, ya no estoy en aquella cuadra de la avenida Arequipa, sino frente a casa, frente al edificio familiar, azul, de tres pisos, a cientos de kilómetros de donde la esperaba a ella. Un sentimiento de terror comienza a invadirme: ¿cómo era posible? Busco mi celular en los bolsillos para llamarla, pero es inútil, por más que busco y busco no lo encuentro, y cuando intento recordar su número para llamarla de un teléfono público, me doy cuenta de que lo he olvidado. Asustado, como un niño pequeño, entro al edificio, voy hasta el departamento de mis padres, toco la puerta, el timbre, pero nadie responde. Hago lo mismo con los otros cuatro departamentos, pero lo mismo, inútil. Triste (después del susto, la desesperación, el terror, ya no queda otro sentimiento posible), me siento en las gradas de las escaleras del edificio. Al cabo de un tiempo (ya hablé del tiempo, y es evidente que con el espacio sucede lo mismo), oigo unos pasos que bajan. Es uno de mis primos, Martín. Consolado me lanzo sobre él y le explico lo que está sucediendo, la confusión, el miedo, la soledad de la incertidumbre. Martín me mira y me dice: “lo siento, primo, no puedo ayudarte”. Y se va, a pesar de que yo le ruego que se quede, que me ayude, que estoy desesperado. Cuando su imagen desaparece, me quedo solo otra vez, solo con nada más que mi propia sombra, mis miedos y la incertidumbre. Cierro los ojos, esperando, como un crío que de pronto todo mejore. Los vuelvo abrir, pero nada ha cambiado: ahí está aún la soledad, el miedo, la congoja. Las lágrimas caen, mis ojos enrojecen como si se hubiesen vuelto un río de sangre. Producto del cansancio me quedo dormido, o eso creo. Como nunca antes la oscuridad se vuelve un refugio cálido. La abrazo.

Cuando despierto estoy en una conferencia literaria. Presentarán un poemario de un autor que desconozco totalmente. Sin embargo, los dos presentadores son poetas conocidos, eminencias dentro de su campo. Alguien toca mi hombro y cuando volteo para ver me doy cuenta de que es Denisse. La saludo, le sonrío, ella me pregunta si todo está bien. “Sí, todo bien, le digo”. En ese momento pienso que no la veía hace más de diez años, desde que dejamos el colegio. Se ve radiante, como si no fuese humana, sino un vino que se pone mejor con los años. Ella es la organizadora del evento, me dice, y que estaba contenta de que haya podido asistir. “Eso quiere decir que te llegó la invitación”, me susurra, como si me contara un secreto terrible. Yo le respondo con un gesto solemne, frío, de afirmación. ¿Cuál invitación? Yo no recordaba ninguna. Denisse comienza a explicarme que el libro es de un poeta aún desconocido. “Pero es realmente bueno, ya lo verás. Algún día se hablará de él en las páginas de los libros de literatura hispánica”, me dice. Vuelvo a asentir, frío, mecánico; los cuchicheos se detienen, Denisse se aparta de mi lado, va hacia la mesa de conferencias y anuncia que ya comenzará el evento. Lo siguiente, es repugnante. Los presentadores hacen referencias generales del libro por unos minutos y luego comienzan a desnudarse. La audiencia está tranquila. Yo miro a Denisse con ojos sorprendidos, pero ella no los nota. En algún momento los tres se encuentran ya totalmente desnudos. A pesar de todo, el autor del libro presentado se le nota un poco tenso, abochornado. “¿Qué dirá el público cuando vea que un poeta hace estas cosas?”, le pregunta a uno de sus presentadores. “Si eres poeta, tienes que ser capaz de hacer cualquier cosa. ¡A la mierda el público!”, le responde este. Entonces es cuando comienzan a tocarse, a besarse, a introducir sus sexos sucios y ramplones en el ano del poeta desconocido. Es un acto desagradable, pero nadie parece ofenderse, toda la audiencia mira atenta como si se tratara de un espectáculo común y corriente. Yo me levanto indignado y grito: “!Basta!”. Denisse se pone de pie y me susurra al oído: ¿”Qué te sucede”? Sin embargo, al ver que sigo gritando lo mismo, cada vez con más euforia, llama a los de seguridad y hace que me boten a la calle. Afuera, me mira con desprecio y me dice: “Estás loco”. Luego se vuelve.

Lo siguiente que sé es que estoy afuera de la casa de mi primo, Manuel. Me abre y me mira con preocupación, es evidente que mi rostro refleja los sucesos de todo el día. Me hace pasar, me lleva al cuarto de su hermana. Me dice que me eche y prende la televisión. Me distraigo unos minutos, pero luego la apago. Es inútil, ese aparato frío y soso jamás podría calmarme un poco siquiera. Casi al instante, entra mi prima, Lourdes. Me abraza y me acaricia los cabellos con dulzura, como si fuese mi madre. Me pregunta: “¿Qué ha sucedido”? Otra vez las lágrimas brotan y entre balbuceos comienzo a explicarle todo lo sucedido mientras me limpia las lágrimas con sus manos indias. Cuando termino, me dice que irá por un vaso de agua para refrescar mi garganta. Le sonrío, le agradezco, no demora mucho en volver. No obstante, cuando vuelve no lleva un vaso de agua y me saluda como si recién nos viéramos. “Pero si acabas de salir hace un instante”, le digo, ofuscado. Llama a Manuel, y le pide que confirme que recién acaba de llegar a casa. “Así es”, afirma él. Otra vez lo mismo, me digo, y entonces vuelvo a explicarles lo sucedido. Esta vez es Manuel quien va por el vaso de agua y Lourdes se queda consolándome. “¿Qué significa todo esto”?, le pregunto. Ella no contesta nada y yo me arrullo entre sus piernas. De pronto me dice que beba el agua que me trajo, y yo le digo que aún no vuelve Manuel con el agua. “¿Manuel?”, pregunta. Y yo le digo que sí. “Manuel salió a comprar hace diez minutos”, me dice. Entonces miro, y veo que sostiene un vaso de agua entre sus manos. “Te dije que iría por un vaso de agua”, me dice. Yo asiento y bebo del vaso. Ya nada más puedo hacer.

En algún momento de la tarde (de aquella tarde infinita que no termina nunca de acabar), me dicen que habría visitas, unos amigos que habían quedado en pasar el día con ellos, un almuerzo. Me preguntan si quiero unirme. Yo asiento. Pienso en Nadia, pienso en Denisse, pero en Nadia sobre todo. ¿Dónde estará? ¿Me seguirá esperando en el mismo lugar? ¿Aguardará mi llamada? Ahora mismo éramos como dos seres extraviados, en islas distintas, en continentes opuestos. El sonido del timbre interrumpe mis pensamientos: es el anuncio de la llegada de los invitados. Poco me importa a mí: la certeza me ha abandonado del todo. Ni los olores, ni los ruidos, y mucho menos las imágenes, tienen importancia ya. Me dirijo al baño lentamente para lavarme las manos. Cuando llego, me doy cuenta que hay una presencia detrás de mí. Volteo y entonces la veo: es ella, Lucía. Nariz aguileña, rostro de tez blanca, aquellos ojos verdes de pupilas felinas; sus, probablemente, veintiún años. ¿Serías cierta, o desaparecerías como todas las demás cosas? Le sonrío, nervioso, es la primera vez que me topo con tan consistente belleza, segura de sí misma; especialmente hoy que mi mundo se ha vuelto un charco de colores donde todo se mezcla. Le pregunto su nombre, me lo dice. Le digo que es extraño, que siento que la conozco de toda la vida. Ella me responde: “Qué raro, yo siento lo mismo”. Le digo que me disculpe, que me lavaré las manos y salgo. Ella asiente, ella espera, me dice. Entonces sucede, aparece la niña que baila envuelta en su vestido de muñequita. La niña baila, y es hermosa, y a su manera también es contundente, pero una contundencia terrible, triste, oscura. Cierro los ojos, deseo que desaparezca con vehemencia: su imagen me duele, como una navaja que va arrancándome la piel. Sucede, la niña desaparece. Abro la puerta, le digo a Lucía que vayamos a la mesa. Nos sentamos, conversamos, todo parece ir bien hasta que Manuel abre el vino y vuelve a aparecer la niña danzante. Es claro tu mensaje, niña, es claro nada de esto está bien, que de pronto me he vuelto loco o que estoy soñando. Sin embargo, ella, Lucía, la niña que danza, son más reales que mi realidad cotidiana. No hay argumentos, ya lo dije, sólo un sentimiento ancestral que atraviesa todos mis huesos. Y ese sentimiento me causa calma y al mismo tiempo miedo. Si despierto, ¿qué encontraré allá, de ese lado? La cotidianeidad de siempre. ¿Y si acaso todo esto no es más que la voz de mi cabeza diciéndome que en realidad aquella realidad no lo es, que el mundo que yo creo real no es más que las divagaciones de un triste loco? Y por eso Lucía y aquella niña se antojan tan contundentes y ciertas. Que entre sueños he podido vislumbrar un poco de la verdadera realidad: tal vez una mujer y una hija. Mientras yo, pobre loco, vive un mundo que erige sin ellas dentro, quizás a manera de autoprotección, mientras está encerrado entre cuatro paredes blancas; pero que en sueños ya le es imposible controlar el corazón y entonces, las evoca.

La niña y Lucía sonríen, como si hubiesen podido escuchar mis pensamientos. En mi mente se va articulando un nombre: Alejandra.

No hay comentarios.: