A veces te
veo,
estás en la
punta de mi lengua,
tus cuatro
sílabas se alinean cual planetas
en el
preciso momento en el que al chico del horóscopo, en su oficina,
se le cae un
terrón de azúcar y piensa
que aquello es
el signo inequívoco del fin de todo lo dulce
– al día siguiente la gran calamidad sale
publicada:
las señoras
gordas se sienten desesperadas,
algunas se
desmayan, otras corren a las panaderías a abastecerse de las últimas tortas;
el panorama
general se vuelve sombrío,
menos los
diabéticos que comienzan a recuperar la fe en Dios y comenzar una juega
infinita,
¡milagro! –;
todo esto
estando aún en mi lengua,
al filo del
abismo, en el borde, el margen,
donde se
encuentra la mayor parte de la población de este país,
m a r g i n a l i d a d,
suena en la
radio y nosotros pensamos en un tango de Gardel,
tomamos un
poco de aguardiente,
hace frío en
Lima, carajo,
de tu boca a
mi boca,
de mi lengua
a tu lengua,
paro una
combi: “¿cincuenta acasito nomá’, entre el diente marfil y la lengua rosada”,
fuera de servicio;
los
emolienteros invaden las avenidas,
ya ha
amanecido,
yo te veo y
me digo: “estás en la punta de mi lengua”,
cuando pueda
pronunciarte,
cuando pueda
nombrarte,
te despides,
y yo te
tengo en la punta de mi lengua,
me das la
espalda,
tu gloriosa
espalda,
y yo te
tengo en la punta de mi lengua,
¿es que
acaso no me oyes?,
estoy
tocando tu puerta,
hace frío en
esta ciudad,
viejos
sucios duermen sobre el asfalto,
los miro,
sé que
también tienen tu nombre en la punta de mi lengua;
me echo,
silencioso,
al lado de
uno de ellos,
acepto la
caña que me invita:
enjuago tu
nombre,
tus cuatro
sílabas son más dulces mezcladas con licor barato
(cierro los
ojos).
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